Mucho se ha escrito sobre la vida de
Monseñor Oscar Arnulfo Romero y Galdámez, sus actos de misericordia y el ofrecimiento
de su vida en sacrificio por los pobres de siempre, a los que él llamaba sus
hermanos. Su asesinato se convirtió en uno de los actos de intolerancia más
insoportables conocidos en América Latina y sus asesinos aun continúan impunes,
a tal grado que, al más importante actor intelectual de su asesinato, aun se le
concede el derecho póstumo de erigirle monumentos, y el rebautizo solemne con
su nombre, de calles y avenidas.
A pesar de esos esfuerzos, la alargada
sombra de Monseñor Romero, ha oscurecido lentamente y de manera natural, los
tallados monumentos y los discursos trillados y violentos del falso
nacionalismo.
Monseñor Romero, además de haber sido
el máximo jerarca, de la Iglesia Católica en El Salvador (1977-1980), y haberse
convertido en la voz de los sin voz de los pobres y perseguidos; fue un hombre
suficientemente despierto y con mente clara, para comprender las profundidades
de la oscuridad en la que se encontraba inmerso un pueblo que había dormitado como
un moribundo, a merced de la ambición de los grupos económicos de poder, que no
escatimaban en nada, por conservar sus privilegios, cimentados en la
expoliación y el establecimiento por medio del fraude, de regímenes criminales.
Romero, Como cualquier ser humano mostró debilidades y miedo, sin embargo
también, mostró en sus apologías públicas, ser un hombre profundamente atento a
la tormentosa realidad, en la que había elegido acercarse al ojo del huracán.
Desde esa perspectiva, él estaba claro que, por su autoridad como pastor del
pueblo y representante de los oprimidos, vertiginosamente se había convertido
en la antítesis o en el otro extremo, de la eterna lucha entre el bien y el
mal.
A pesar de encontrarse en pugna, contra
un Estado salvaje y dispuesto a matarlo en cualquier momento, frente a sus
hermanos siempre mostró un rostro iluminado por la verdad que valientemente
defendía. Los intelectuales progresistas de su tiempo, lo consideraron un
hombre objetivo, que miraba y denunciaba la realidad, tal como era. Esa
condición lo convirtió en un Ser transformado, profundamente por su fe.
Su grito libertario, que vehementemente
soltaba al aire, desde la pequeña radiodifusora, rompía los ranting de
audiencia y el pueblo permanecía, en un respetuoso silencio, mientras el guía
espiritual de la nación, denunciaba y exigía a los asesinos de la ternura, que
detuvieran el genocidio. Las diatribas de los grandes medios escritos, radiales
y televisivos no se hicieron esperar; lo tildaron de loco, viejo retrasado,
comunista, entre otros insultos; pero su mente despierta y libre de los
condicionamientos del prestigio y los apegos personales, lo mantenía atento al
sendero trazado, desde lo más profundo de su corazón. Era un hombre libre, y
dispuesto a cumplir, como buen cristiano su apostolado.
Ante su clara determinación en defender
a los pobres, fue abandonado por la curia de su tiempo, y de la cual recibía
fuertes presiones, para que desistiera de seguir en su misión de amor. Y cuando
parecía que todo estaba en su contra, para él todo se volvió claro, pues antes
de ganar mil batallas, se había conquistado así mismo; ya no había miedo en su
interior, solo la infinita presencia del
Cristo redentor.
Los asesinos escogieron el templo, para
matarlo, querían dejar en claro a todos, que lo callarían para siempre; su
bajísimo nivel de ignorancia no les hizo comprender, que asistirían a la
inmolación del cordero, a la ofrenda en el altar. Cuando la bala atravesó su pecho, su corazón ya
se había hecho uno, con la totalidad de la suprema inteligencia. Murió como un
profeta, cumpliendo la misión encomendada por el Dios de amor y misericordia.
Monseñor Oscar Arnulfo Romero, entendió
los signos de su tiempo. Los que lo mataron estaban obnubilados por el odio,
sumergidos en un oscurantismo demencial. No comprendieron que con ese acto
criminal, lo volverían inmortal.
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