domingo, 21 de junio de 2020

El regreso (relato). Por Sergio A. Flores


Eran las diez de la mañana. Caminaba sin prisa, abrió una palanquera y se dirigió por una vereda en un campo abierto, en el fondo se observaban cerros entre los que sobresalía el imponente volcán Chichontepec, pasó bajo un enorme árbol de Conacaste, su extendida sombra le hizo sonreír. Llegó a otra palanquera, por la que ingresó, rodeó una arada, en la que en largas líneas, sobresalían los brotones de una milpa que recién empezaba a emerger de la tierra, se detuvo a observar un cerro pelón en donde tranquilamente pastaban vacas dispersas en el paisaje; después de caminar unos minutos, llegó a su destino. 

Dio un suspiro profundo, cuando estuvo frente a una casa, esta tenía un amplio corredor al frente y otro al lado de atrás, al final del corredor de enfrente, había dos envejecidos graneros de hojalata, la vista general que realizó en ese momento provocó que un torbellino de recuerdos la golpearan como una tormenta embravecida. Ingresó al corredor y lentamente metió la llave que abrió el candado, que se encontraba colocado en las argollas de la envejecida puerta doble de madera. Entró lentamente a la estancia, a lo lejos se escuchó el canto triste de un gallo, el silencio era generalizado. Hacía calor, pero una suave brisa le acarició el rostro, en el momento que abrió la puerta. Entró despacio a la estancia, colocó la maleta de viaje en el suelo y se quedó de pie observando con atención cada cosa. 

Su nombre era Rosa, quien después de treinta años de residir en Estados Unidos, había decidido regresar y vivir en la casa de sus padres, lugar donde creció junto a sus hermanos, la cual se encontraba en el caserío El Desmontón de la jurisdicción de un pueblo llamado San Sebastián, el cual estaba ubicado en el departamento de San Vicente, El Salvador. Al recorrer el interior con su mirada no pudo evitar que las lágrimas emergieran. La casa estaba compuesta por dos habitaciones juntas y conformaban un solo cuerpo. En la que ella se encontraba, estaba distribuida en tres espacios, divididos por canceles de cartón envejecidos, en la que se distribuían dos cuartos y una sala de estar con una puerta de madera, que daba acceso al patio posterior y una ventana con puerta de madera envejecida a un costado; en el centro de la sala y entre dos horcones que sostenían el garrobo del tejado, se extendía una hamaca que invitaba a descansar en ella, alrededor de la estancia se encontraban  enseres que conformaban el conjunto de polvorientos objetos propios de una casa campesina de la zona rural de El Salvador. 

Adjunto a esta habitación  se encontraba la otra de menor espacio, en donde se ubicaba la cocina de la casa, en la que a un lado y pegada a la pared, se encontraba una hornilla, sostenida con cuatro sólidos pilares de madera, sobre estos  descansaba una base, elaborada con tablas y sobre estas, una gruesa capa de barro;  con ese mismo material y de manera artesanal, se había elaborado un amplio quemador, en donde se encontraba empotrado un redondo comal, adjunto a este había dos pequeños quemadores, las paredes estaban ennegrecidas por el hollín debido a la quema de leña, habían también algunos objetos propios de la cocina campesina, entre estos se podía observar: una piedra de moler colocada en un gancho de un palo rollizo, enterrado en el suelo, un pequeño canasto que guindaba de una pita amarrada a una viga, este era utilizado para guardar tortillas o especies de cocina, así como otros objetos como un chinero con trastos, dos cantaros de barro, colocados sobre un poyetón y una mesa de comedor de madera, la cual había sido arrinconada en una esquina, junto con sus seis sillas. Todos los objetos estaban cubiertos de polvo, por haber pasado un largo tiempo en desuso.

Rosa inspeccionó con su mirada el alrededor, cada cosa estaba ahí como esperándola. Dio un profundo suspiro y se le dibujó una amplia sonrisa, caminó hacia la ventana, la abrió totalmente y el sol de media mañana, entró con todo su fulgor a la estancia, inmediatamente todo se iluminó. Luego caminó, para abrir la puerta trasera, en ese momento observó una vieja fotografía que se encontraba en un cuadro que colgaba de un clavo en la pared; en ella se podía observar a un sonriente anciano, rodeado por el producto de su abundante prole, entre hijos, hijas nietos, bisnietos etcétera. Su nombre era Sebastián Abarca, había fallecido hacía diez años, en esa fotografía celebraban su cumpleaños número sesenta y siete. El recuerdo de ese día se volvió vivo en ese momento; claramente observaba a cada invitado, música cumbia de la orquesta los Hermanos Flores, el reparto de los panes con pollo, horchata, piñata para los niños, cerveza y chaparro pegador, para los adultos y sin falta un enorme pastel. Claramente escuchaba a su abuelo quien con su vasito con chaparro en la mano, relataba su encuentro con el mítico cadejo negro, hecho que sucedió cuando tenía veinte años de edad y mientras buscaba cangrejos en el río, según contaba, eso sucedió a las dos de la madrugada, de una noche sin luna. Todos los oyentes lo escuchaban con sobrado interés, pues algunos de los presentes aseguraban que también habían tenido un encuentro con el temido mal espíritu.

En el momento que se disponía abrir la puerta, advirtió que adjunto a esta se encontraba una vieja máquina de coser de mesa y pedal, marca Singer, la cual estaba en el interior de su depósito de madera, una capa de polvo cubría su tapadera. La cara se le tornó seria, colocó suavemente su mano, como acariciando suavemente la polvosa cubierta de la mesa que contenía la máquina. Su fallecida abuela cosió sus vestidos en esa máquina, cuando fue una niña. Clarito escuchó el “…tatatatatatatata…” de la máquina de coser mientras su abuela, elaboraba las prendas de vestir y ella observaba curiosamente, con sus ojos pegados en el filo de la mesa de la máquina; recordó que al morir su abuela, la maquina quedó en manos de su madre de nombre Eva también fallecida, quien siguiendo la herencia de costurera, hacía las prendas de vestir a sus nietos y nietas. Antes de salir como una emigrante hacia Estados Unidos, Rosa había aprendido a elaborar prendas básicas de vestir en esa misma máquina, sonrió y dijo – Ha llegado el momento de volver aceitarte maquinita. 

Salió al corredor trasero y observó que aún se conservaba una vieja y gruesa troza de cedro que servía de asiento colocada hace muchos años en el corredor, alzó la vista al horizonte en donde, al otro lado de la cerca de alambre de púas, se extendía una arada con una plantación ya crecida de maíz, al final se podía ver la casa de su tía Aminta Abarca – Ha comenzado a tortear temprano mi tía Minta – dijo, al observar que por el tejado salía humo azulado, señal inequívoca que ya estaba cocinando su anciana tía.

Giró la mirada hacia la derecha de la arada y sin dificultad observó el camino que llevaba a un río, conocido como Machacal, lugar donde cuando fue pequeña se divirtió con sus hermanitos y amiguitas, chapuceando en días de visita familiar, en donde compartían un rico almuerzo con sopa de gallina y tortillas tostadas, cocinados a la orilla de aquel angosto pero lindo río, donde disfrutó momentos felices con su familia.

Giró nuevamente la vista hacia adentro de la casa, su mirada chocó con el altarcito a la virgen del Carmen, que se encontraba empotrado en la pared, sin pensarlo se persignó y musitó de manera devocional un padre nuestro y tres Ave María, como un ritual de respeto, enseñado por sus ancestros. Se le volvió a dibujar una amplia sonrisa al ver los cajones, las viejas sillas, los cuadros con fotos en la pared. En un rincón pudo observar una cuma, junto a un huizute y unas botas de hule, que le hicieron brincar el corazón, eran las herramientas de labranzas de su padre Gabriel, fallecido hacía un año atrás. Su padre fue su gran símbolo de amor y protección de quien guardaba lindos recuerdos – Te fuiste papito…cuanto te extraño- dijo tristemente. Su padre fue el último viejo de su familia que falleció en esa casa, pues nunca quiso viajar y vivir junto a sus hijos en Estados Unidos. La casa se encontraba tal como él la dejo. Rosa y sus hermanos aseguraron que tuviera todas las necesidades cubiertas, después del fallecimiento de su madre Eva. Al quedar solo, siempre era acompañado por personas que lo cuidaban con cariño. Su padre fue el único que tercamente, se negó junto a su esposa a salir de su casa, su querida tierra de labranza, su caballo de nombre Lucero y sus dos vacas, eran considerados para ellos, la riqueza suficiente, para vivir plenamente, a pesar de los serios conflictos sociales que atravesó el país y que afectaron duramente la zona rural, nunca salió de su Caserío.

Rosa era madre de tres hijos adultos, los cuales nacieron y desarrollaban sus vidas en Estados Unidos. Sus seis hermanos aun vivían en Estados Unidos y ella se había cansado del trabajo esclavizante y la vida rápida de las grandes metrópolis del país del norte. Por lo que luego de un proceso de convencimiento, compró el boleto y decidió volver a reencontrarse y vivir en la tierra que la vio nacer.

Sabía que ese día comenzaba una nueva etapa de su vida, volver a escuchar el cantar de los Chiyos y Guaracalchias, o los Pijuyos jugueteando en bandadas, sobre las milpas; caminó hacia el extremo del corredor del lado de la cocina, la visión del lejano horizonte, no dejaba de extender espacios amplios de serranías y el bello color celeste de un cielo iluminado por el benevolente sol, en ese momento se dijo

 - Este caserío nunca tendrá el esplendor de Nueva York, ni la felicidad ficticia de Las Vegas… pero no puedo negar, que somos felices con la simpleza de esta vida y de estas cosas.

Sentía que su decisión de regresar, realmente era correcta. Mientras reflexionaba sobre esas cosas, escuchó un murmullo que provenía del lado del frente de la casa. Eso la puso en alerta y dio media vuelta y salió a ver qué pasaba. Cuando atravesó la sala hacia el corredor se sorprendió, pues había un número como de quince personas entre niños adultos y ancianos, que habían llegado a darle la bienvenida. Quienes de manera desordenada comenzaron a saludarla. Todos habían llegado con significativos presentes. Un hombre de mediana edad, quien solamente era conocido en el caserío como Chepe Guiriche, sostenía un racimo de guineos majonchos, este le dijo.

-          Mire Rosita, aquí le traigo este racimo para que lo ponga a madurar y tenga para estar comiendo o para hacerlos asaditos, a su papá le gustaban– Rosa lo saludó amablemente y le recibió el regalo agradeciéndole, el hombre tomó el racimo de guineos, y con un pedazo de lazo que cargaba, lo colgó en una de las vigas del corredor.

Una ancianita menuda, quien entre sus manos tenía una gallina y un gallo; Rosa la conocía muy bien, pues era su tía Chila.

-         Gracias por venir tía Chila- Le dijo, al mismo tiempo le dio un abrazo, la menuda anciana mostrándole las aves le dijo.

-        – Aquí te traigo esta polla con el gallo, para que comencés tu crianza de pollos – Rosa los tomó y los soltó dentro del solar. Mientras hacía eso una mujer, le dijo.
-           – Hola Rosa, no te acordás de mí. – Rosa la observó con cara de extrañeza.
-           – ¡Agustina! – Dijo con sorpresa y con una sonrisa de oreja a oreja, al mismo tiempo le dio un abrazo – Si te recuerdo.  Eras la amiguita con la que la pasábamos jugando y cuando llovía nos divertíamos bailando y corriendo bajo la lluvia, que felicidad volverte a ver.

Cada uno de los vecinos, hacía sus muestras de cariño y le entregaban presentes. Una niña le llevaba un queso fresco, elaborado por su madre esa mañana, otra anciana le llevó una olla con atol de elote y elotes salcochados, otra amiga de la niñez le llevó un rimero de tortillas elaboradas esa mañana. Mientras compartían saludos y contaban anécdotas graciosas, entre risas y palabras de afecto, realizaban una bienvenida amorosa, al buen estilo del campesinado salvadoreño. Todos comenzaron a realizar labores de limpieza en la casa; unos barrían el patio, otros limpiaban el polvo de los muebles; abrieron la cocina, acondicionaron la mesa del comedor. Una anciana le dijo – Mirá Rosita, te voy a dejar encendido el fuego, para que no te cueste cocinar más tarde. 

Había en aquel grupo de humildes campesinos, un regocijo que se había convertido en fiesta, pues una de las hijas legitimas de aquel conglomerado, había vuelto a convivir nuevamente con los suyos. El cielo fue atravesado por una bandada de pericos que graznaban en su jolgorio de felicidad natural, mientras se dirigían hacia el oriente del cielo abierto. Del tejado de aquella casa, que había permanecido vacía, comenzó a salir humo azulado, señal inequívoca, que volvía nuevamente a la vida. 

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