Eran las diez de la mañana. Caminaba sin prisa, abrió una palanquera y
se dirigió por una vereda en un campo abierto, en el fondo se observaban cerros
entre los que sobresalía el imponente volcán Chichontepec, pasó bajo un enorme
árbol de Conacaste, su extendida sombra le hizo sonreír. Llegó a otra
palanquera, por la que ingresó, rodeó una arada, en la que en largas líneas, sobresalían
los brotones de una milpa que recién empezaba a emerger de la tierra, se detuvo
a observar un cerro pelón en donde tranquilamente pastaban vacas dispersas en
el paisaje; después de caminar unos minutos, llegó a su destino.
Dio un suspiro
profundo, cuando estuvo frente a una casa, esta tenía un amplio corredor al
frente y otro al lado de atrás, al final del corredor de enfrente, había dos
envejecidos graneros de hojalata, la vista general que realizó en ese momento
provocó que un torbellino de recuerdos la golpearan como una tormenta
embravecida. Ingresó al corredor y lentamente metió la llave que abrió el
candado, que se encontraba colocado en las argollas de la envejecida puerta
doble de madera. Entró lentamente a la estancia, a lo lejos se escuchó el canto
triste de un gallo, el silencio era generalizado. Hacía calor, pero una suave
brisa le acarició el rostro, en el momento que abrió la puerta. Entró despacio
a la estancia, colocó la maleta de viaje en el suelo y se quedó de pie
observando con atención cada cosa.
Su nombre era Rosa, quien después de treinta años de residir en
Estados Unidos, había decidido regresar y vivir en la casa de sus padres, lugar
donde creció junto a sus hermanos, la cual se encontraba en el caserío El Desmontón de la jurisdicción de un
pueblo llamado San Sebastián, el cual estaba ubicado en el departamento de San
Vicente, El Salvador. Al recorrer el interior con su mirada no pudo evitar que
las lágrimas emergieran. La casa estaba compuesta por dos habitaciones juntas y
conformaban un solo cuerpo. En la que ella se encontraba, estaba distribuida en
tres espacios, divididos por canceles de cartón envejecidos, en la que se
distribuían dos cuartos y una sala de estar con una puerta de madera, que daba
acceso al patio posterior y una ventana con puerta de madera envejecida a un costado;
en el centro de la sala y entre dos horcones que sostenían el garrobo del
tejado, se extendía una hamaca que invitaba a descansar en ella, alrededor de
la estancia se encontraban enseres que
conformaban el conjunto de polvorientos objetos propios de una casa campesina
de la zona rural de El Salvador.
Adjunto a esta habitación se encontraba la otra de menor espacio, en
donde se ubicaba la cocina de la casa, en la que a un lado y pegada a la pared,
se encontraba una hornilla, sostenida con cuatro sólidos pilares de madera, sobre
estos descansaba una base, elaborada con
tablas y sobre estas, una gruesa capa de barro; con ese mismo material y de manera artesanal, se
había elaborado un amplio quemador, en donde se encontraba empotrado un redondo
comal, adjunto a este había dos pequeños quemadores, las paredes estaban
ennegrecidas por el hollín debido a la quema de leña, habían también algunos
objetos propios de la cocina campesina, entre estos se podía observar: una
piedra de moler colocada en un gancho de un palo rollizo, enterrado en el suelo,
un pequeño canasto que guindaba de una pita amarrada a una viga, este era
utilizado para guardar tortillas o especies de cocina, así como otros objetos
como un chinero con trastos, dos cantaros de barro, colocados sobre un poyetón
y una mesa de comedor de madera, la cual había sido arrinconada en una esquina,
junto con sus seis sillas. Todos los objetos estaban cubiertos de polvo, por
haber pasado un largo tiempo en desuso.
Rosa inspeccionó con su mirada el alrededor, cada cosa estaba ahí como
esperándola. Dio un profundo suspiro y se le dibujó una amplia sonrisa, caminó
hacia la ventana, la abrió totalmente y el sol de media mañana, entró con todo
su fulgor a la estancia, inmediatamente todo se iluminó. Luego caminó, para
abrir la puerta trasera, en ese momento observó una vieja fotografía que se
encontraba en un cuadro que colgaba de un clavo en la pared; en ella se podía
observar a un sonriente anciano, rodeado por el producto de su abundante prole,
entre hijos, hijas nietos, bisnietos etcétera. Su nombre era Sebastián Abarca,
había fallecido hacía diez años, en esa fotografía celebraban su cumpleaños
número sesenta y siete. El recuerdo de ese día se volvió vivo en ese momento;
claramente observaba a cada invitado, música cumbia de la orquesta los Hermanos
Flores, el reparto de los panes con pollo, horchata, piñata para los niños,
cerveza y chaparro pegador, para los adultos y sin falta un enorme pastel. Claramente
escuchaba a su abuelo quien con su vasito con chaparro en la mano, relataba su
encuentro con el mítico cadejo negro, hecho que sucedió cuando tenía veinte
años de edad y mientras buscaba cangrejos en el río, según contaba, eso sucedió
a las dos de la madrugada, de una noche sin luna. Todos los oyentes lo
escuchaban con sobrado interés, pues algunos de los presentes aseguraban que
también habían tenido un encuentro con el temido mal espíritu.
En el momento que se disponía abrir la puerta, advirtió que adjunto a
esta se encontraba una vieja máquina de coser de mesa y pedal, marca Singer, la
cual estaba en el interior de su depósito de madera, una capa de polvo cubría
su tapadera. La cara se le tornó seria, colocó suavemente su mano, como
acariciando suavemente la polvosa cubierta de la mesa que contenía la máquina. Su
fallecida abuela cosió sus vestidos en esa máquina, cuando fue una niña.
Clarito escuchó el “…tatatatatatatata…” de la máquina de coser mientras su
abuela, elaboraba las prendas de vestir y ella observaba curiosamente, con sus
ojos pegados en el filo de la mesa de la máquina; recordó que al morir su
abuela, la maquina quedó en manos de su madre de nombre Eva también fallecida,
quien siguiendo la herencia de costurera, hacía las prendas de vestir a sus
nietos y nietas. Antes de salir como una emigrante hacia Estados Unidos, Rosa
había aprendido a elaborar prendas básicas de vestir en esa misma máquina,
sonrió y dijo – Ha llegado el momento de
volver aceitarte maquinita.
Salió al corredor trasero y observó que aún se
conservaba una vieja y gruesa troza de cedro que servía de asiento colocada
hace muchos años en el corredor, alzó la vista al horizonte en donde, al otro
lado de la cerca de alambre de púas, se extendía una arada con una plantación
ya crecida de maíz, al final se podía ver la casa de su tía Aminta Abarca – Ha comenzado a tortear temprano mi tía Minta
– dijo, al observar que por el tejado salía humo azulado, señal inequívoca
que ya estaba cocinando su anciana tía.
Giró la mirada hacia la derecha de la arada y sin dificultad observó
el camino que llevaba a un río, conocido como Machacal, lugar donde cuando fue pequeña
se divirtió con sus hermanitos y amiguitas, chapuceando en días de visita
familiar, en donde compartían un rico almuerzo con sopa de gallina y tortillas
tostadas, cocinados a la orilla de aquel angosto pero lindo río, donde disfrutó
momentos felices con su familia.
Giró nuevamente la vista hacia adentro de la casa, su mirada chocó con
el altarcito a la virgen del Carmen, que se encontraba empotrado en la pared,
sin pensarlo se persignó y musitó de manera devocional un padre nuestro y tres
Ave María, como un ritual de respeto, enseñado por sus ancestros. Se le volvió
a dibujar una amplia sonrisa al ver los cajones, las viejas sillas, los cuadros
con fotos en la pared. En un rincón pudo observar una cuma, junto a un huizute
y unas botas de hule, que le hicieron brincar el corazón, eran las herramientas
de labranzas de su padre Gabriel, fallecido hacía un año atrás. Su padre fue su
gran símbolo de amor y protección de quien guardaba lindos recuerdos – Te fuiste papito…cuanto te extraño- dijo
tristemente. Su padre fue el último viejo de su familia que falleció en esa
casa, pues nunca quiso viajar y vivir junto a sus hijos en Estados Unidos. La
casa se encontraba tal como él la dejo. Rosa y sus hermanos aseguraron que tuviera
todas las necesidades cubiertas, después del fallecimiento de su madre Eva. Al
quedar solo, siempre era acompañado por personas que lo cuidaban con cariño. Su
padre fue el único que tercamente, se negó junto a su esposa a salir de su
casa, su querida tierra de labranza, su caballo de nombre Lucero y sus dos vacas, eran considerados para ellos, la riqueza
suficiente, para vivir plenamente, a pesar de los serios conflictos sociales que
atravesó el país y que afectaron duramente la zona rural, nunca salió de su
Caserío.
Rosa era madre de tres hijos adultos, los cuales nacieron y
desarrollaban sus vidas en Estados Unidos. Sus seis hermanos aun vivían en
Estados Unidos y ella se había cansado del trabajo esclavizante y la vida
rápida de las grandes metrópolis del país del norte. Por lo que luego de un proceso
de convencimiento, compró el boleto y decidió volver a reencontrarse y vivir en
la tierra que la vio nacer.
Sabía que ese día comenzaba una nueva etapa de su vida, volver a
escuchar el cantar de los Chiyos y Guaracalchias, o los Pijuyos jugueteando en
bandadas, sobre las milpas; caminó hacia el extremo del corredor del lado de la
cocina, la visión del lejano horizonte, no dejaba de extender espacios amplios
de serranías y el bello color celeste de un cielo iluminado por el benevolente
sol, en ese momento se dijo
- Este caserío nunca tendrá el esplendor de Nueva York, ni la felicidad
ficticia de Las Vegas… pero no puedo negar, que somos felices con la simpleza
de esta vida y de estas cosas.
Sentía que su decisión de regresar, realmente era correcta. Mientras
reflexionaba sobre esas cosas, escuchó un murmullo que provenía del lado del
frente de la casa. Eso la puso en alerta y dio media vuelta y salió a ver qué
pasaba. Cuando atravesó la sala hacia el corredor se sorprendió, pues había un
número como de quince personas entre niños adultos y ancianos, que habían llegado
a darle la bienvenida. Quienes de manera desordenada comenzaron a saludarla.
Todos habían llegado con significativos presentes. Un hombre de mediana edad,
quien solamente era conocido en el caserío como Chepe Guiriche, sostenía un
racimo de guineos majonchos, este le dijo.
- – Mire Rosita, aquí le traigo este racimo para que
lo ponga a madurar y tenga para estar comiendo o para hacerlos asaditos, a su
papá le gustaban– Rosa lo saludó amablemente y le recibió el regalo
agradeciéndole, el hombre tomó el racimo de guineos, y con un pedazo de lazo
que cargaba, lo colgó en una de las vigas del corredor.
Una ancianita menuda, quien entre sus manos tenía una gallina y un
gallo; Rosa la conocía muy bien, pues era su tía Chila.
- –Gracias por venir tía Chila- Le dijo, al mismo
tiempo le dio un abrazo, la menuda anciana mostrándole las aves le dijo.
- – Aquí te traigo esta polla con el gallo, para que
comencés tu crianza de pollos – Rosa los tomó y los soltó dentro del solar. Mientras
hacía eso una mujer, le dijo.
- – Hola Rosa, no te acordás de mí. – Rosa la
observó con cara de extrañeza.
- – ¡Agustina! – Dijo con sorpresa y con una sonrisa
de oreja a oreja, al mismo tiempo le dio un abrazo – Si te recuerdo. Eras la amiguita con la que la pasábamos
jugando y cuando llovía nos divertíamos bailando y corriendo bajo la lluvia,
que felicidad volverte a ver.
Cada uno de los vecinos, hacía sus muestras de cariño y le entregaban
presentes. Una niña le llevaba un queso fresco, elaborado por su madre esa
mañana, otra anciana le llevó una olla con atol de elote y elotes salcochados,
otra amiga de la niñez le llevó un rimero de tortillas elaboradas esa mañana.
Mientras compartían saludos y contaban anécdotas graciosas, entre risas y
palabras de afecto, realizaban una bienvenida amorosa, al buen estilo del
campesinado salvadoreño. Todos comenzaron a realizar labores de limpieza en la
casa; unos barrían el patio, otros limpiaban el polvo de los muebles; abrieron
la cocina, acondicionaron la mesa del comedor. Una anciana le dijo – Mirá Rosita, te voy a dejar encendido el
fuego, para que no te cueste cocinar más tarde.
Había en aquel grupo de humildes campesinos, un
regocijo que se había convertido en fiesta, pues una de las hijas legitimas de
aquel conglomerado, había vuelto a convivir nuevamente con los suyos. El cielo
fue atravesado por una bandada de pericos que graznaban en su jolgorio de
felicidad natural, mientras se dirigían hacia el oriente del cielo abierto. Del
tejado de aquella casa, que había permanecido vacía, comenzó a salir humo
azulado, señal inequívoca, que volvía nuevamente a la vida.